jueves, 12 de mayo de 2016

¡Gracias, Flaco!



Ahora que los futbolistas venden calzoncillos, presumen de Ferraris, defraudan a Hacienda, cubren sus cuerpos de tatuajes, se casan con modelos, se ponen auriculares para no escuchar a la afición y utilizan las redes sociales para hacer lo que no saben, el último amante de la pelota decide despedirse de los campos de fútbol, que en realidad fueron nuestros parques, nuestras playas, nuestras calles y los solares donde dos piedras eran una portería y el dueño del balón (de reglamento) era el capitán de uno.

El fútbol, ese enorme negocio que un día fue un deporte y mucho antes un juego, pierde a alguien que disfrutaba pasándole el balón a otros para que también se divirtieran. Valerón se desprendía en cada pase de lo que más quería y nunca le importó. Hacía magia filtrando pases que solo él veía y cuando los defensores se querían dar cuenta, la pelota había llegado -dulce, precisa y agradecida- al hueco o al pie de un compañero que, a menudo, tampoco se la esperaba.

Alguien con tanta calidad para hacer malabarismos nunca buscó el lucimiento sino la solución. Nunca hizo un regate innecesario y, sobre todo, nunca engañó al público buscando, con un caño o un taconazo, su admiración. Y, sin embargo, nunca hubo atisbo de falsa modestia en sus actos futbolísticos, simplemente disfrutaba haciendo lo imposible: pasar desapercibido en el espectáculo más mediático y comercial del planeta.

Para eso hace falta una humildad a prueba de portadas y titulares. Después de tantos años haciendo de la pelota su compañera y devolviendo felicidad a quienes habían pagado entradas para verle, Juan Carlos Valerón volvió a fichar con la Unión Deportiva hace tres años. La expectación y el cariño de la afición, que esperaba a su hijo pródigo, se desbordó. El día antes de su presentación hubo una rueda de prensa. Y el Flaco, tímido y risueño, dijo con su voz aflautada: En un principio la presentación iba a ser en otro lugar; cuando ya me dijeron que iba a ser aquí (en el estadio) y que tenía que salir afuera, dije ¡Madre mía! Y ayer me puse a practicar un poco con el balón porque pensé... ¡A ver si se me va a caer y la voy a liar!  Lo dijo risueño pero lo dijo en serio. Y nos podemos imaginar a este hombre, cuya calidad había sentado en los banquillos a virtuosos brasileños como  Palhinha o Djaminha, agobiado ante las expectativas, dando toques al balón en el patio de su casa.

En veinte años de fútbol profesional, Valerón nunca fue expulsado de un terreno de juego. En el año 2012, jugando con el Depor en segunda, su compañero, el argentino Colotto, le hizo una falta a un contrario. El árbitro estaba algo lejos y cuando se aproximó le enseñó la tarjeta amarilla a Valerón, quien, seguramente, se había acercado por allí para interesarse por el contrario. ¡Era su primera tarjeta amarilla después de siete años y ni siquiera había cometido la falta! El bueno de Valerón se acercó al árbitro, le puso un brazo amable en el hombro y le dijo: Disculpa, pero creo que te has equivocado.

Se va Juan Carlos Valerón; se va un jugador desgarbado que seguramente hubiese sido rechazado por los ojeadores del fútbol autómata de este siglo y por los buscadores de fisonomías y competitividad que frustran tantos sueños porque intuyen que el niño no da el perfil para patrocinar una colonia. Se va un jugador que cuando metía un gol no gritaba ni gesticulaba, sino que abría los brazos buscando a sus compañeros para agradecerles que estuvieran allí. Se va quizás el último superviviente de un hermoso juego que ya solo lo podemos encontrar en los patios de los colegios. ¡Gracias Flaco